domingo, 5 de junio de 2022

La invisibilidad de la mujer y su cooperación en su propio proceso de subordinación


Nuestro pasado y el relato que hacemos de él construyen nuestra identidad, los que han escrito la historia, desde su interpretación de la misma, han construido la identidad del género femenino y masculino.

Hombres y mujeres han sido actores y agentes de su propia historia en el ámbito privado. En el ámbito social, la historia ha sido filtrada e interpretada por los escribanos, poderes públicos y autoridades intelectuales que tradicionalmente han sido hombres y que han interpretado los hechos desde su visión y valores dándoles un sentido y un significado interesado consciente o inconscientemente. A este relato/interpretación parcial de los hechos se le ha dado un valor universal.

El relato de la historia no contempla la existencia y la aportación de la mujer. La palabra “existir” deriva del latín existere, que significa “destacarse de”. Por lo tanto, decir que algo existe significa simplemente que ha sido discriminado de un medio. Un “esto” ha sido separado de un “aquello”. La mujer como individuo no ha sido destacada, queda definida en masa,  relegada  y subordinada a un varón, sostenida por él y con una autonomía, muy, muy limitada. No es que la mujer no haya tenido un protagonismo y una autonomía real en el ámbito privado, simplemente, no ha sido relatada, reconocida o situada activamente en el ámbito social e intelectual. Lo que no se identifica, no existe.

Junto al relato no construido de la historia de la mujer, la mitad de la humanidad, que no es poco, encontramos la ausencia de otros relatos que también pertenecen a varones, como los esclavos, campesinos, indígenas, en fin, todos aquellos que no pertenecen a las élites privilegiadas. Si bien, estos grupos de varones han ido reivindicando y consiguiendo construir su relato y su reconocimiento en la historia, las mujeres en general, siguen arrastrando una identidad supeditada al relato androcéntrico.

La mujer como hemos dicho es autora y agente de su propia existencia, nadie le tiene que dar permiso para ello, nace con el poder, de hecho lo ejerce, pero al no estar contemplada en el relato social, al manejarse bajo un relato oficial parcial, en el cual no está incluida, no logra construir un sentido y significado de su propia historia como género. De esta manera, solo le queda sumarse y adaptarse al relato oficial y buscar en él su identidad.

El relato oficial no ha impedido que las mujeres ejercieran su autonomía y contribuyeran al desarrollo de la sociedad. Esto ha sucedido, aunque o bien no se ha recogido en los escritos o apenas se le ha dado un valor marginal y folclórico en los casos más visibles, situándolas como casos anecdóticos o excepcionales. Existen testimonios de mujeres filósofas, matemáticas,  desde la Grecia antigua, aunque solo un número relativamente pequeño de ellas fueron consideradas como tal, sobre todo en el S.XX y en el actual S.XXI gracias a los movimientos feministas.

La ignorancia de su existencia, habla más del sesgo en los intelectuales y en los poderes públicos que escribieron la historia que de la no participación de mujer en las cuestiones intelectuales y sociales. Ellas han sido activas a lo largo de toda la historia, contribuyendo al desarrollo social, cultural y económico, igual que sus hermanos. La interpretación escrita de los que escriben la historia simplemente las ignora y como resultado de esa exclusión son transparentes para toda la sociedad.

Las grandes religiones tampoco ayudaron. Las mujeres molestaban a poderes religiosos, y fueron considerados por ellos como seres incompletos, imperfectos, analfabetos e incultos.  Relegaron el valor de la mujer a la mera reproducción y a cuidadora de la familia, siempre supeditadas al varón. Teniendo en cuenta que la transmisión escrita de la cultura y saberes ha estado durante siglos muy ligada a los escritos canónicos y religiosos, la mujer como ser con capacidad y poder, desaparece bajo un relato construido desde el androcentrismo elitista occidental.

Todo “el saber transmitido” adolece del mismo sesgo. La medicina, por ejemplo, se ha desarrollado con investigaciones realizadas con varones blancos y sus conclusiones se universalizaron. Sólo hasta hace muy poco tiempo se van destapando tímidamente a las aberraciones que venimos arrastrando las mujeres en los cuidados médicos.

Durante muchos años se ha considerado que el hombre padecía más infartos que las mujeres, siendo, al contrario, la primera causa de muerte en la mujer. Sólo recientemente se sabe que esto responde al hecho de que se han advertido a la población de los síntomas de un infarto como opresión en el pecho, dolor en el brazo y dificultad para respirar, síntomas que son los que padecen los hombres. El hecho de que al advertir estos síntomas el hombre acuda rápidamente al hospital hace que se computen casi todos los infartos en los hombres y que la mayoría puedan salvar su vida. Sin embargo, la mujer suele morir por infarto, porque ni siquiera ha reconocido los síntomas y por tanto no acudido a ser diagnosticado o tratada. La razón es que sus síntomas no son los mismos, lo síntomas que tiene la mujer se han reconocido hace muy poco tiempo, tan poco tiempo que todavía no han calado en la saber popular. La mujer puede tener síntomas como como náuseas, fatiga, indigestión, ansiedad y vértigo, también refieren dolor en el centro de la espalda y en la mandíbula, sin que esto hasta ahora le alerte de un posible infarto, asociándolo más a fatiga o ansiedad normal. Este desconocimiento de los síntomas en la mujer podría justificar porqué en las estadísticas de muerte por infarto hay el doble de mujeres que hombres.

También las pruebas de todos los medicamentos se han testando siempre en hombres y por tanto no se ha conocido los posibles efectos secundarios en mujeres. En la atención sanitaria, hasta ahora,  las mujeres han sido invisibles para el diagnóstico y el tratamiento de muchas enfermedades, todo un vasto punto ciego que todavía está por investigar y que sin duda estamos padeciendo.

Gerda Lerner se pregunta por el largo retraso (unos 3.500 años) en la toma de concien­cia de las mujeres de su posición subordinada y transparente dentro de la socie­dad. ¿Qué podía explicarlo? ¿Qué es lo que explicaría la «complici­dad» histórica de las mujeres para mantener el sistema patriarcal que las sometía y para transmitir ese sistema, generación tras gene­ración, a sus hijos e hijas?

Cuando lo pienso desde el punto de vista del  Análisis Transaccional se podría dar la siguiente explicación:

El AT describe los estados del yo como el conjunto de ideas, creencias, actitudes y comportamientos con los que te identificas, que te vienen dado, experimentados o sentidos.

En este sentido la historia, la cultura y la sociedad que, como sabemos, ha sido interpretada de forma androgénica, forma parte de nuestro estado Padre y estos conceptos transmitidos como universales, los compartimos todas y todos, independientemente del sexo, religión o raza.

Nadie puede escapar al modelamiento, a la identidad social y cultural con la que nos riega la sociedad en la que nacemos, a través de la familia.

Sociedad, cultura, historia transmite la identidad desde el punto de vista androgénico. Los valores, roles y lo esperado de cada individuo.


Hombres y mujeres nacidos en esa sociedad compartimos en nuestro inconsciente esa visión androgénica de la sociedad.


Como dice el anónimo aforismo chino: “El pez es el último en enterarse que vive en el agua. Por eso cuesta tanto tomar conciencia de la desigualdad y subordinación de la mujer, tanto a hombres como a mujeres. Tan victimas de los roles y las desigualdades somos unas, como los otros. No sólo lo aprendemos vicariamente, sino que lo transmitimos sin percibirlo. Con la paradoja que la misma mujer que toma conciencia de la desigualdad y lucha contra ella, paralelamente, es parte activa en su mantenimiento. Es víctima y verdugo.

Hombres y mujeres somos tan victimas como verdugos. Podríamos preguntar al hombre porqué somete a un rol rígido a la mujer y a la mujer porqué se somete. En ambos casos ambos negaran que lo hacen, aunque puede que admitan desigualdades o las perciban en los demás.

Se necesitaría una confrontación deconstructiva derridista de género, cada una y cada uno consigo mismo, para que la transformación se produzca.

Sólo desde una reparentalización posterior, la mujer puede empezar a escribir su propia historia, su sentido y significado, sin necesidad de pedir permiso.


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