Hombres y mujeres han sido
actores y agentes de su propia historia en el ámbito privado. En el ámbito
social, la historia ha sido filtrada e interpretada por los escribanos, poderes
públicos y autoridades intelectuales que tradicionalmente han sido hombres y
que han interpretado los hechos desde su visión y valores dándoles un sentido y
un significado interesado consciente o inconscientemente. A este relato/interpretación
parcial de los hechos se le ha dado un valor universal.
El relato de la historia no contempla la existencia y la aportación de la mujer. La palabra “existir” deriva del latín existere, que significa “destacarse de”. Por lo tanto, decir que algo existe significa simplemente que ha sido discriminado de un medio. Un “esto” ha sido separado de un “aquello”. La mujer como individuo no ha sido destacada, queda definida en masa, relegada y subordinada a un varón, sostenida por él y con una autonomía, muy, muy limitada. No es que la mujer no haya tenido un protagonismo y una autonomía real en el ámbito privado, simplemente, no ha sido relatada, reconocida o situada activamente en el ámbito social e intelectual. Lo que no se identifica, no existe.
Junto al relato no construido de
la historia de la mujer, la mitad de la humanidad, que no es poco, encontramos
la ausencia de otros relatos que también pertenecen a varones, como los esclavos,
campesinos, indígenas, en fin, todos aquellos que no pertenecen a las élites
privilegiadas. Si bien, estos grupos de varones han ido reivindicando y
consiguiendo construir su relato y su reconocimiento en la historia, las
mujeres en general, siguen arrastrando una identidad supeditada al relato androcéntrico.
La mujer como hemos dicho es
autora y agente de su propia existencia, nadie le tiene que dar permiso para
ello, nace con el poder, de hecho lo ejerce, pero al no estar contemplada en el
relato social, al manejarse bajo un relato oficial parcial, en el cual no está
incluida, no logra construir un sentido y significado de su propia historia
como género. De esta manera, solo le queda sumarse y adaptarse al relato
oficial y buscar en él su identidad.
El relato oficial no ha impedido
que las mujeres ejercieran su autonomía y contribuyeran al desarrollo de la
sociedad. Esto ha sucedido, aunque o bien no se ha recogido en los escritos o apenas
se le ha dado un valor marginal y folclórico en los casos más visibles, situándolas
como casos anecdóticos o excepcionales. Existen testimonios de mujeres
filósofas, matemáticas, desde la Grecia
antigua, aunque solo un número relativamente pequeño de ellas fueron
consideradas como tal, sobre todo en el S.XX y en el actual S.XXI gracias a los
movimientos feministas.
La ignorancia de su existencia,
habla más del sesgo en los intelectuales y en los poderes públicos que
escribieron la historia que de la no participación de mujer en las cuestiones
intelectuales y sociales. Ellas han sido activas a lo largo de toda la
historia, contribuyendo al desarrollo social, cultural y económico, igual que
sus hermanos. La interpretación escrita de los que escriben la historia simplemente
las ignora y como resultado de esa exclusión son transparentes para toda la
sociedad.
Las grandes religiones tampoco
ayudaron. Las mujeres molestaban a poderes religiosos, y fueron considerados
por ellos como seres incompletos, imperfectos, analfabetos e incultos. Relegaron el valor de la mujer a la mera
reproducción y a cuidadora de la familia, siempre supeditadas al varón. Teniendo
en cuenta que la transmisión escrita de la cultura y saberes ha estado durante
siglos muy ligada a los escritos canónicos y religiosos, la mujer como ser con
capacidad y poder, desaparece bajo un relato construido desde el androcentrismo
elitista occidental.
Todo “el saber transmitido”
adolece del mismo sesgo. La medicina, por ejemplo, se ha desarrollado con
investigaciones realizadas con varones blancos y sus conclusiones se universalizaron.
Sólo hasta hace muy poco tiempo se van destapando tímidamente a las
aberraciones que venimos arrastrando las mujeres en los cuidados médicos.
Durante muchos años se ha
considerado que el hombre padecía más infartos que las mujeres, siendo, al
contrario, la primera causa de muerte en la mujer. Sólo recientemente se sabe
que esto responde al hecho de que se han advertido a la población de los síntomas
de un infarto como opresión en el pecho, dolor en el brazo y dificultad para
respirar, síntomas que son los que padecen los hombres. El hecho de que al advertir
estos síntomas el hombre acuda rápidamente al hospital hace que se computen
casi todos los infartos en los hombres y que la mayoría puedan salvar su vida.
Sin embargo, la mujer suele morir por infarto, porque ni siquiera ha reconocido
los síntomas y por tanto no acudido a ser diagnosticado o tratada. La razón es
que sus síntomas no son los mismos, lo síntomas que tiene la mujer se han reconocido
hace muy poco tiempo, tan poco tiempo que todavía no han calado en la saber
popular. La mujer puede tener síntomas como como náuseas, fatiga, indigestión,
ansiedad y vértigo, también refieren dolor en el centro de la espalda y en la
mandíbula, sin que esto hasta ahora le alerte de un posible infarto, asociándolo
más a fatiga o ansiedad normal. Este desconocimiento de los síntomas en la
mujer podría justificar porqué en las estadísticas de muerte por infarto hay el
doble de mujeres que hombres.
También las pruebas de todos los
medicamentos se han testando siempre en hombres y por tanto no se ha
conocido los posibles efectos secundarios en mujeres. En la atención
sanitaria, hasta ahora, las mujeres han
sido invisibles para el diagnóstico y el tratamiento de muchas
enfermedades, todo un vasto punto ciego que todavía está por investigar y
que sin duda estamos padeciendo.
Gerda Lerner se pregunta por el largo
retraso (unos 3.500 años) en la toma de conciencia de las mujeres de su
posición subordinada y transparente dentro de la sociedad. ¿Qué podía
explicarlo? ¿Qué es lo que explicaría la «complicidad» histórica de las
mujeres para mantener el sistema patriarcal que las sometía y para transmitir
ese sistema, generación tras generación, a sus hijos e hijas?
Cuando lo pienso desde el punto
de vista del Análisis Transaccional se
podría dar la siguiente explicación:
El AT describe los estados del yo
como el conjunto de ideas, creencias, actitudes y comportamientos con los que
te identificas, que te vienen dado, experimentados o sentidos.
En este sentido la historia, la cultura
y la sociedad que, como sabemos, ha sido interpretada de forma androgénica,
forma parte de nuestro estado Padre y estos conceptos transmitidos como
universales, los compartimos todas y todos, independientemente del sexo,
religión o raza.
Nadie puede escapar al
modelamiento, a la identidad social y cultural con la que nos riega la sociedad
en la que nacemos, a través de la familia.
Sociedad, cultura, historia transmite la identidad desde el punto de vista androgénico. Los valores, roles y lo esperado de cada individuo.
Hombres y mujeres nacidos en esa sociedad compartimos en nuestro inconsciente esa visión androgénica de la sociedad.
Como dice el anónimo aforismo chino: “El pez es el último en enterarse que vive en el agua. Por eso
cuesta tanto tomar conciencia de la desigualdad y subordinación de la mujer,
tanto a hombres como a mujeres. Tan victimas de los roles y las desigualdades somos unas, como los otros. No sólo
lo aprendemos vicariamente, sino que lo transmitimos sin percibirlo. Con la
paradoja que la misma mujer que toma conciencia de la desigualdad y lucha
contra ella, paralelamente, es parte activa en su mantenimiento. Es víctima y
verdugo.
Hombres y mujeres somos tan victimas como verdugos. Podríamos preguntar al hombre porqué somete a un rol rígido a la mujer y a la mujer porqué se somete. En ambos casos ambos negaran que lo hacen, aunque puede que admitan desigualdades o las perciban en los demás.
Se necesitaría una confrontación deconstructiva derridista de género, cada una y cada uno consigo mismo, para que la transformación se produzca.
Sólo desde una reparentalización posterior, la mujer puede empezar a
escribir su propia historia, su sentido y significado, sin necesidad de pedir
permiso.
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