lunes, 9 de enero de 2023

Alimento para el Niño Interno: el baile

Hace tiempo que me gusta bailar, aunque no siempre he sacado el tiempo o buscado la oportunidad para darme ese gusto. Solemos quitarle tiempo de calidad a nuestro niño interno cuando lo sometemos a mucho estres.

Pero si tú eres de los que te has dado cuenta de lo que realmente disfruta tu Niñ@, de lo que es bueno para él/ella, sabrás que, cuando "él/ella disfruta sanamente, es posible que te brillen los ojos, sientas una gran energía y tu rostro se ilumine con sonrisas.

Eso es lo que me pasa a mi cuando bailo. Y me ocurre así, porque además de disfrutarlo solo porque me gusta, también me aporta muchos beneficios, físicos, psicológicos, emocionales y sociales (o quizas me gusta solo porque siento todos esos beneficios).

Los beneficios físicos son los mismos que te pueden proporcionar cualquier deporte o ejercicio. Poner en movimiento el cuerpo es hacer que todo se mueva y no se anquilose. El movimiento es vida, mover el cuerpo nos ayuda a mantener una buena salud ósea y, además, tiene un papel muy importante en la regulación del peso y el gasto energético, entre otros muchos beneficios físicos.

Pero no sólo hablamos de sentirnos mejor físicamente, sino también mentalmente. Movernos hace que mejore nuestra autoestima y que nuestra salud mental sea mucho más fuerte. ¿Por qué?

Porque el ejercicio, la música y los vínculos sociales que se establecen en los bailes sociales como la bachata, pasodoble, tango o cualquier otro baile en el que se requiera un mínimo de dos, son una importante fuente de hormonas, esas llamadas de la felicidad:



Porque ....: 

Nos asegura los abrazos.

Nos proporciona risas.

Nos propone pequeñas metas estimulantes y alcanzables.

Nos permite conocer gente.

Nos ayuda a mantenernos en buena forma física.

Y todo ello mejora mucho nuestra autoestima, nuestro bienestar y nuestra conexión con los demás.

  

Por eso, sigamos bailando !!!

domingo, 5 de junio de 2022

La invisibilidad de la mujer y su cooperación en su propio proceso de subordinación


Nuestro pasado y el relato que hacemos de él construyen nuestra identidad, los que han escrito la historia, desde su interpretación de la misma, han construido la identidad del género femenino y masculino.

Hombres y mujeres han sido actores y agentes de su propia historia en el ámbito privado. En el ámbito social, la historia ha sido filtrada e interpretada por los escribanos, poderes públicos y autoridades intelectuales que tradicionalmente han sido hombres y que han interpretado los hechos desde su visión y valores dándoles un sentido y un significado interesado consciente o inconscientemente. A este relato/interpretación parcial de los hechos se le ha dado un valor universal.

El relato de la historia no contempla la existencia y la aportación de la mujer. La palabra “existir” deriva del latín existere, que significa “destacarse de”. Por lo tanto, decir que algo existe significa simplemente que ha sido discriminado de un medio. Un “esto” ha sido separado de un “aquello”. La mujer como individuo no ha sido destacada, queda definida en masa,  relegada  y subordinada a un varón, sostenida por él y con una autonomía, muy, muy limitada. No es que la mujer no haya tenido un protagonismo y una autonomía real en el ámbito privado, simplemente, no ha sido relatada, reconocida o situada activamente en el ámbito social e intelectual. Lo que no se identifica, no existe.

Junto al relato no construido de la historia de la mujer, la mitad de la humanidad, que no es poco, encontramos la ausencia de otros relatos que también pertenecen a varones, como los esclavos, campesinos, indígenas, en fin, todos aquellos que no pertenecen a las élites privilegiadas. Si bien, estos grupos de varones han ido reivindicando y consiguiendo construir su relato y su reconocimiento en la historia, las mujeres en general, siguen arrastrando una identidad supeditada al relato androcéntrico.

La mujer como hemos dicho es autora y agente de su propia existencia, nadie le tiene que dar permiso para ello, nace con el poder, de hecho lo ejerce, pero al no estar contemplada en el relato social, al manejarse bajo un relato oficial parcial, en el cual no está incluida, no logra construir un sentido y significado de su propia historia como género. De esta manera, solo le queda sumarse y adaptarse al relato oficial y buscar en él su identidad.

El relato oficial no ha impedido que las mujeres ejercieran su autonomía y contribuyeran al desarrollo de la sociedad. Esto ha sucedido, aunque o bien no se ha recogido en los escritos o apenas se le ha dado un valor marginal y folclórico en los casos más visibles, situándolas como casos anecdóticos o excepcionales. Existen testimonios de mujeres filósofas, matemáticas,  desde la Grecia antigua, aunque solo un número relativamente pequeño de ellas fueron consideradas como tal, sobre todo en el S.XX y en el actual S.XXI gracias a los movimientos feministas.

La ignorancia de su existencia, habla más del sesgo en los intelectuales y en los poderes públicos que escribieron la historia que de la no participación de mujer en las cuestiones intelectuales y sociales. Ellas han sido activas a lo largo de toda la historia, contribuyendo al desarrollo social, cultural y económico, igual que sus hermanos. La interpretación escrita de los que escriben la historia simplemente las ignora y como resultado de esa exclusión son transparentes para toda la sociedad.

Las grandes religiones tampoco ayudaron. Las mujeres molestaban a poderes religiosos, y fueron considerados por ellos como seres incompletos, imperfectos, analfabetos e incultos.  Relegaron el valor de la mujer a la mera reproducción y a cuidadora de la familia, siempre supeditadas al varón. Teniendo en cuenta que la transmisión escrita de la cultura y saberes ha estado durante siglos muy ligada a los escritos canónicos y religiosos, la mujer como ser con capacidad y poder, desaparece bajo un relato construido desde el androcentrismo elitista occidental.

Todo “el saber transmitido” adolece del mismo sesgo. La medicina, por ejemplo, se ha desarrollado con investigaciones realizadas con varones blancos y sus conclusiones se universalizaron. Sólo hasta hace muy poco tiempo se van destapando tímidamente a las aberraciones que venimos arrastrando las mujeres en los cuidados médicos.

Durante muchos años se ha considerado que el hombre padecía más infartos que las mujeres, siendo, al contrario, la primera causa de muerte en la mujer. Sólo recientemente se sabe que esto responde al hecho de que se han advertido a la población de los síntomas de un infarto como opresión en el pecho, dolor en el brazo y dificultad para respirar, síntomas que son los que padecen los hombres. El hecho de que al advertir estos síntomas el hombre acuda rápidamente al hospital hace que se computen casi todos los infartos en los hombres y que la mayoría puedan salvar su vida. Sin embargo, la mujer suele morir por infarto, porque ni siquiera ha reconocido los síntomas y por tanto no acudido a ser diagnosticado o tratada. La razón es que sus síntomas no son los mismos, lo síntomas que tiene la mujer se han reconocido hace muy poco tiempo, tan poco tiempo que todavía no han calado en la saber popular. La mujer puede tener síntomas como como náuseas, fatiga, indigestión, ansiedad y vértigo, también refieren dolor en el centro de la espalda y en la mandíbula, sin que esto hasta ahora le alerte de un posible infarto, asociándolo más a fatiga o ansiedad normal. Este desconocimiento de los síntomas en la mujer podría justificar porqué en las estadísticas de muerte por infarto hay el doble de mujeres que hombres.

También las pruebas de todos los medicamentos se han testando siempre en hombres y por tanto no se ha conocido los posibles efectos secundarios en mujeres. En la atención sanitaria, hasta ahora,  las mujeres han sido invisibles para el diagnóstico y el tratamiento de muchas enfermedades, todo un vasto punto ciego que todavía está por investigar y que sin duda estamos padeciendo.

Gerda Lerner se pregunta por el largo retraso (unos 3.500 años) en la toma de concien­cia de las mujeres de su posición subordinada y transparente dentro de la socie­dad. ¿Qué podía explicarlo? ¿Qué es lo que explicaría la «complici­dad» histórica de las mujeres para mantener el sistema patriarcal que las sometía y para transmitir ese sistema, generación tras gene­ración, a sus hijos e hijas?

Cuando lo pienso desde el punto de vista del  Análisis Transaccional se podría dar la siguiente explicación:

El AT describe los estados del yo como el conjunto de ideas, creencias, actitudes y comportamientos con los que te identificas, que te vienen dado, experimentados o sentidos.

En este sentido la historia, la cultura y la sociedad que, como sabemos, ha sido interpretada de forma androgénica, forma parte de nuestro estado Padre y estos conceptos transmitidos como universales, los compartimos todas y todos, independientemente del sexo, religión o raza.

Nadie puede escapar al modelamiento, a la identidad social y cultural con la que nos riega la sociedad en la que nacemos, a través de la familia.

Sociedad, cultura, historia transmite la identidad desde el punto de vista androgénico. Los valores, roles y lo esperado de cada individuo.


Hombres y mujeres nacidos en esa sociedad compartimos en nuestro inconsciente esa visión androgénica de la sociedad.


Como dice el anónimo aforismo chino: “El pez es el último en enterarse que vive en el agua. Por eso cuesta tanto tomar conciencia de la desigualdad y subordinación de la mujer, tanto a hombres como a mujeres. Tan victimas de los roles y las desigualdades somos unas, como los otros. No sólo lo aprendemos vicariamente, sino que lo transmitimos sin percibirlo. Con la paradoja que la misma mujer que toma conciencia de la desigualdad y lucha contra ella, paralelamente, es parte activa en su mantenimiento. Es víctima y verdugo.

Hombres y mujeres somos tan victimas como verdugos. Podríamos preguntar al hombre porqué somete a un rol rígido a la mujer y a la mujer porqué se somete. En ambos casos ambos negaran que lo hacen, aunque puede que admitan desigualdades o las perciban en los demás.

Se necesitaría una confrontación deconstructiva derridista de género, cada una y cada uno consigo mismo, para que la transformación se produzca.

Sólo desde una reparentalización posterior, la mujer puede empezar a escribir su propia historia, su sentido y significado, sin necesidad de pedir permiso.


viernes, 5 de noviembre de 2021

El prejuicio y el cambio

Nos cuesta contactar con nuestros patrones mentales desadaptativos o no funcionales. Solo algunas dificultades  emocionales o físicas ( ansiedad, preocupaciones, inquietudes) nos hacen intuir que algo no va bien.

Incluso aunque seamos conscientes, nos cuesta cambiar patrones desadaptativos, en el aquí y ahora, que nos impiden avanzar o que directamente nos meten en problemas una y otra vez.

El cerebro humano está formado por patrones neuronales, reforzados por la repetición y que predicen y nos preparan para actuar de la misma forma la próxima vez. Estos patrones harán que nos enfoquemos en seleccionar de la realidad aquello que encaja con ellos.

Si de niña tuve un padre con conductas autoritarias y críticas y mis respuestas era de miedo y sobreadaptación, mis reacciones de adulta ante cualquier comportamiento autoritario y crítico serán las mismas que durante mi infancia, descontando la posibilidad de afrontar dicha experiencia desde el poder personal y la asertividad. Y probablemente, cuando me sienta en una posición de autoridad, repetiré aquellos comportamientos autoritarios y críticos de mi padre. De esta manera el original patrón construido en la niñez se irá reforzando por la repetición automática que se dará a lo largo de la vida, salvo que cambios externos o internos nos impulsen a cambiar ese viejo patrón a través de la repetición de nuevas conductas.

Nótese que hablamos de conductas, no de personas. Las personas no son desadaptativas, solo algunas de sus conductas. La mayoría de nosotros confundimos las conductas con la persona que las ejecuta, perdiendo la capacidad de ver, detrás de esa conducta, todo un mundo oculto de motivos y necesidades  genuinas que todas las personas pretendemos satisfacer aunque para ello no dispongamos de la conducta adecuada.

Las experiencias infantiles se graban neuronalmente. El diseño y la estructura de nuestro mundo interno se creó en nuestra primera etapa vital. A partir de esa estructura vamos incorporando nuevas experiencias interpretándola con aquellos viejos patrones infantiles, reforzándolos o confirmándolos, configurando lo que lo que Berne llamó Guión de Vida.

En esos viejos patrones se encontrarán las emociones, pensamientos y conductas propias y de nuestro entorno más cercano que configurarán nuestra manera de vernos y de ver el mundo.

Gracias a nuestros padres o figuras parentales (padres, cuidadores, etc) pudimos sobrevivir. Nuestra vida psíquica y física dependió de los estímulos recibidos que nos permitieron construir esas sinapsis que estructuraron nuestro cerebro y nos dieron un marco para situarnos el mundo. Si al niño no se le estimula, no desarrollará adecuadamente sus capacidades intelectuales. Por otro lado, la familia solo reforzará aquellas las conductas, pensamientos y emociones del niño que encajen dentro de su esquema. De esta manera, el niño necesitará adaptarse de la mejor forma a esos esquemas previos para obtener los máximos beneficios o evitar problemas.

Tan responsable es el adulto del presente de su personalidad en el aquí y ahora, como lo fueron sus padres o figuras parentales de las que mostraron. Dieron lo que tenían, de donde no hay, no se espere recibir.

Acabo de leer un artículo de un periódico digital en el que se promociona un libro titulado 'El hijo del capitán trueno' que Miguel Bosé va a publicar este mes. En el artículo se extraen algunos episodios que Bosé recuerda de su niñez. Me ha sorprendido un relato muy duro sobre cómo su padre rechazaba su afición a leer porque creía que eso le iba a impedir desarrollarse como un “hombre” y le haría una “Mariquita Pérez”. En aras de hacerle un "hombre" y de que aprendiera “las cosas de hombres” como la caza, se lo llevó durante un mes a un safari a África. El médico, antes de partir, entregó un frasquito al padre con unas píldoras diciendo: “que no se te olvide, que no se te olvide Luis Miguel, son contra el paludismo, y me da igual si tú no te las tomas, pero al niño se las das religiosamente o te mato”. Por supuesto, el padre que rechazaba el poder o la utilidad del conocimiento y la lectura, confiando ciegamente en la fuerza bruta, no le protegió con las píldoras de quinina, argumentando que “eso era una mariconada que no servía para nada” y el niño volvió sufriendo los efectos del paludismo que le provocaron un gran deterioro y una recuperación difícil.

El extracto del libro termina con la frase: “El bicho que se me había instalado en el hígado, bien al reparo, fue otra de las desgraciadas herencias que recibí de mi padre”.

Esta frase me ha llevado a pensar en el posicionamiento acérrimo que ha liderado Miguel Bosé contra la medicación para evitar otra amenaza vírica, descontando la peligrosidad  de la Covid19 y negando cualquier beneficio de la vacuna, tomando una posición tan cerrada y absoluta como su padre, que se describe como impertérrito ante los hechos que mostraban el riesgo de muerte de su hijo. En el pasado el padre enfrentaba prejuicios sobre hombría e intelecto, como si la hombría impidiera lo intelectual o la racionalidad. En el presente, el hijo, enfrenta ciencia y libertad, como si la investigación científica impidiera el disfrute de la libertad personal o como si responsabilidad personal fuera en contra de libertad ¿Se trata quizás de otra desgraciada herencia que recibió? Lo dejo a vuestra reflexión.

Las personas que se autocompadecen o se sienten resentidos por no haber recibido de sus figuras parentales la ternura y el cariño que hubieran deseado, suelen perdonar con facilidad y agradecer a sus cuidadores lo recibido, cuando comprenden que aquello que experimentaron, tanto lo negativo como positivo, le permitieron desarrollarse hasta alcanzar la edad adulta. De no haber recibido esos estímulos, incluso los negativos, les hubiera supuesto su muerte psíquica.

Es curioso, en general,  como vemos los defectos de nuestros padres sin ser capaces de ver como los reproducimos también nosotros. A consecuencia de esto, las virtudes y defectos familiares siguen cultivándose en las siguientes generaciones, aunque las nuevas circunstancias vitales las revistan de nuevos ropajes. Podemos entonces hablar de “en mi familia somos así”, “soy como mi padre”, “los Pérez somos tozudos”, o “no quiero ser como mi madre” (implica que queremos ser lo contrario de lo que tememos que podamos estar siendo y por tanto nos polarizamos), etc; asumiremos las creencias que el niño decidió adoptar influidos por ese entorno y que incorporamos como propias: No puedo equivocarme, debo hacerlo perfecto, los cambios son dolorosos o peligrosos, si no hago lo que los demás quieren no me van a querer, tengo que ser fuerte, etc.

Y así, estaremos viviendo bajo un corsé mental más o menos rígido del que solo lograremos escapar si nos enfrentamos al cambio. En ese cambio estaremos solos, con la plena responsabilidad de la reparación o modificación de aquellos patrones disfuncionales que no deseamos.

Eso o lamentarnos eternamente.

Un cambio que será más fácil desearlo que conseguirlo y que requerirá de la conciencia del prejuicio, esfuerzo y regularidad.